Las mascaras del Joker

El artículo contiene spoilers sobre diversas versiones de films y novelas.

En su ensayo La muerte en los ojos, Jean Pierre Vernant señala que la Gorgona encarnaba un tipo de alteridad radical, aquello que no soy yo o incluso que ni siquiera es humano. Su cara monstruosa y grotesca estaba asociada a la máscara y su mirada al poder de transformar en piedra a quien se quedara contemplándola. Gorgo expresaba el miedo antiguo a convertirse en estatua, pues esta aparecía vinculada con la fijación de la identidad,  su disolución y la muerte. 

En los ritos funerarios arcaicos también encontramos una relación entre la máscara, la identidad y la muerte. Al respecto, el filósofo Régis Debray propone que lejos de expresar una pulsión de muerte, la plástica formó parte del culto a los ancestros. La máscara encontraba su verdadero sentido al convertirse en la presencia que llenaba el lugar de la ausencia dejada por los muertos. No se trataba de artefactos inertes, daban vida en actos de animación. Surgieron como rechazo a la idea de vacío y para prolongar la vida en el recuerdo, tal como lo hicieron más tarde diversos géneros de escritura. Según esta genealogía, podríamos establecer vínculos entre la máscara y dos elementos de lo mimético: el recuerdo y la narración de historias. 

Hans Belting sostiene que la máscara también permite que suceda al mismo tiempo el ocultamiento y la revelación como imagen. Oculta el semblante de la muerte con el aspecto de una persona provista de un nombre e historia, deteniendo así la disolución de su identidad. El mimo o bailarín que la viste es quien anima la imagen para re-presentar al muerto. La máscara surge así junto con la idea de que el rostro es el portador de los signos sociales del cuerpo vivo. Sin embargo, también permite liberarse de la identidad y la autoidentificación, como ocurre en el carnaval, durante el cual se cruzan las fronteras de la naturaleza, celebrándose las transferencias y el juego de metáforas visuales. El grotesco popular expresaba la naturaleza inagotable de la vida y sus múltiples rostros. En el medioevo, el carnaval era una instancia donde, mediante el uso de las máscaras y los disfraces, se lograban las inversiones sociales, se ridiculizaban las jerarquías y subvertían los estamentos. Por medio del disfraz se cambiaba de traje, de rostro y hasta de “personalidad social”. El uso de máscaras creaba un clima de libertad donde era más fácil invertir los roles y poner en cuestión el uso que las clases sociales hacían de la vestimenta.

Richard Senett en El declive del hombre público indica que en el período previo a la Revolución Francesa, en el que gobernaba Europa una aristocracia decadente, la máscara escenificaba la sociedad estamental. Las apariencias de los habitantes eran manipuladas de manera que su aspecto se convertía en un sistema de símbolos que indicaban la procedencia social. La indumentaria, herramientas, vestimentas, las pelucas, tocados o gorros, separaban las clases inferiores de los ricos y entre sí a los diversos estamentos. Se usaban maquillajes, lunares artificiales y antifaces. El cuerpo se había transformado en un gracioso juguete con el cual divertirse. La alegría aparecía asociada a la sonrisa y a las mejillas. El cuerpo, como objeto de decoración, tendió puentes entre la calle y el escenario. La imaginación teatral de los aristócratas, y el estilo circense propio de la plebe, pobló el imaginario y transformó al cuerpo en un maniquí.  

Esta realidad fue cuestionada por Víctor Hugo en la novela El hombre que ríe (1869).  El drama del Romanticismo fue adaptado al cine por Paul Leni en 1928 y el film fue la inspiración de Bill Finger, Bob Kane y Jerry Robinson para crear al Joker en los años 40’. 

La novela está ambientado en la Inglaterra del siglo XVII, bajo el reinado de Jacobo II. Narra las desventuras de Gwynplaine, el único hijo legítimo de lord Lineus Clancharlie, quien será sustraído de su familia, vendido a comprachicos y mutilado para borrar las huellas de su linaje.

 Gwynplaine descubre tempranamente que la identidad no es sólo el reflejo del mundo interior. El desconcertante enigma que lo persigue surge de enfrentar el mundo social. En la mirada de los otros y en su propio reflejo, ve aparecer una monstruosidad que causa risa. Víctor Hugo describe al rostro de Gwynplaine, como : “Dos ojos parecidos a rendijas, una raja por boca, una protuberancia chata con dos agujeros que era la nariz, un aplastamiento en lugar de cara, y como resultado de ello, sólo hace reír”. 

El dramático misterio se termina de responder con la historia de cómo Gwynplaine fue mutilado en su infancia hasta convertir la carne de su rostro en una máscara de la risa. Cuestión que retrata las prácticas de la época de borramiento de la individualidad a través de la destrucción del rostro.

La apariencia de Gwynplaine se alcanzó a través de bucca fissa, una técnica para estirarle los músculos faciales y producirle una risa artificial, deforme y caricaturesca. Implicaba a la víctima una gran fuerza de voluntad y dolor tratar de atenuar la sonrisa, pero entonces “su cara era terrible”, dice Víctor Hugo. 

La mutilación  expresa la combinación de una pulsión plástica y política. La aristocracia actúa bajo la premisa de que algunos niños herederos legítimos deben desaparecer para que su fortuna pase a sus sucesores. Los compraniños, por su parte, transformaban a sus víctimas en esta suerte de monstruos de la alegría; variedades de bufones, payasos y saltimbanquis. Quien mutila a Gwynplaine, Hardquanonne, parecen querer hacer visible lo invisible de la alegría de los poderosos: su monstruosidad.  

En su novela Víctor Hugo señala que, en definitiva, los esfuerzos que los hombres hacen para proporcionarse alegría son un problema filosófico. Y que la historia de El hombre que ríe es la de “la explotación de los desgraciados por los dichosos”. Un drama (así quería titular su novela) sobre la aristocracia.

“¿Es la risa sinónimo de alegría?”, se pregunta. ¿Qué pasa cuando Gwynplaine entiende que su apariencia no guardaba relación con su alma?. “Gwynplaine hacía reír riéndose. Y sin embargo, él no reía. Su cara reía, pero no su pensamiento. La especie de cara inaudita que el azar o una industria extrañamente especial le había modelado se reía sola. Gwynplaine no tenía nada que ver con eso. Lo externo no dependía de lo interno”. Esa es su tragedia. Su frente, sus mejillas, sus cejas, su boca, desbordan una risa que no puede controlar. Tal aspecto acarrea extrañas consecuencias sobre sus interacciones sociales. Aquella risa impuesta es el testimonio de la transformación psicológica que supone el espectáculo puntivo que tiene por objeto marcar a los cuerpos. Una forma de desposesión del Yo que revela el problema de la disociación de la apariencia con la identidad interna y emocional que obsesiona a los románticos. 

Estos trastocamientos tienen un último efecto sobre el personaje que es la enajenación respecto de su historia. La concepción de la historia de Víctor Hugo es también romántica. La identidad resulta de la tensión entre el mundo interior y la sociedad. Contra sus injusticias se rebela el corazón puro de Gwynplaine. 

En las sociedades modernas, la narrativa del pasado y su inscripción dentro de una historia, termina de ofrecerle al sujeto un sentido. Gwynplaine no puede encontrar ese sentido. Producto del secuestro y la mutilación que ha sufrido, aún cuando descubre su origen social y los otros reconocen su nombre verdadero,  Fernando Clancharlie no puede lidiar con aquél drama del alma y acaba con su vida. 

La figura del Joker, si bien expresa elementos del drama de la máscara, no fue del todo desprovisto del del contenido social de su fuente de inspiración. Sufre también una modernización al calor de una sociedad en la que la disociación de la identidad es entendida como la locura. 

 El  cómic de Alan Moore The killing joke comienza con un misterio: ¿Quién es el Joker? La máscara ya no otorga inmortalidad a través del recuerdo. Ha dejado de ser también una modo de reconocimiento social, para convertirse en un instrumento para perder la identidad y subvertir un orden que se interpreta como corrupto. 

 Batman tiene una oportunidad única para revelar quién es el Joker porque el villano está preso. Así pues, se dirige a Arkham con la intención de someterlo a un interrogatorio. La celda en la que Joker está jugando al solitario tiene una inscripción que dice “nombre desconocido”. Tras una breve conversación, Batman advierte que a quien están reteniendo no es el verdadero Joker. Reconoce que es un simulacro ya que al tocar su rostro se desprenden restos de maquillaje. Luego de consultar sus archivos, Batman no puede establecer su origen social, su edad, nombre verdadero. No existen datos sobre quién fue aquél hombre en el pasado. 

En un circo abandonado, mientras tortura al oficial Gordon, el Joker recuerda cómo se convirtió en el villano obsesionado con Batman. En esas memorias era un técnico que abandona su trabajo para dedicarse sin éxito a la comedia. Como no logra ganar lo suficiente para mantener a su mujer y a su hijo, accede a participar de un robo a la planta química en la que él antes estaba empleando. Batman irrumpe durante el atraco, y en su escape, el hombre se lanza a un pozo con una sustancia química que le desfigura el rostro y lo vuelve loco. 

La idea de que fue una sustancia química la que creó la máscara del Joker aparece en varias versiones como: El hombre detrás de la capucha roja, Batman la serie de TV de 1966,  Batman de Tim Burton de 1989, en la adaptación animada La máscara fantasma de 1993 y el cómic Año Cero de 2013-2014. 

En otros cómics, también coincide que era un cómico frustrado y un ladrón. Solo en dos casos se refieren a su infancia: en Brave and the Bold (2010) se lo define como un psicópata que asesina animales desde niño y mata a sus padres cuando lo descubren. También en Joker de Todd Phillips se sugiere que es hijo de Thomas Wayne. Finalmente, en Streets of Gotham (2011) su nombre es Sony, un chico de acogida abusado por Salvatore Guzzo, el gangster de quien se venga de adulto. El trasfondo social del hombre que ríe sigue vigente. La película de Tim Burton propone que Joker es el asesino de Thomas y Martha Wayne, explicando así su fijación con Batman. Sin embargo, es The Dark Knight el film en el que Christopher Nolan extrema el argumento de Moore. El Joker interpretado por Heath Ledger expone a lo largo de la película diferentes narrativas sobre su pasado. 

En The Killing Joke de Alan Moore, Joker confiesa que le teme al pasado. “Recordar es peligroso-le dice a Gordon-. Encuentro el pasado un lugar tan aburrido y ansioso. El tiempo pasado, supongo que lo llamarías”. La memoria es ante todo un discurso de la razón. Negar el pasado, supone la locura. Aquí Joker nos ofrece una clave sobre su origen: “La locura es la salida de emergencia…Solo tienes que caminar hacia afuera y cerrar la puerta de todas esas horribles cosas que te pasaron, puedes encerrarlas…para siempre”. Desde esta perspectiva, con independencia de la sustancia química, una enfermedad mental o los abusos sufridos en su infancia, el Joker del Alan Moore sería el resultado del olvido del trauma. La máscara que se ha hecho carne en su rostro es el instrumento a través del cual reprime los hechos que en definitiva lo han convertido en quién es, hasta el punto que se ha transformado en un narrador sospechoso. 

En el cómic Three Jokers, Batman está investigando tres crímenes que le hacen pensar que podía estar ante más de un Joker. Cada uno de ellos podríamos asociarlos con las diferentes concepciones de la máscara. Existe un Joker al que apodan “el delincuente” al que podemos vincular con los villanos de los relatos de policial negro. “El payaso” es el que está asociado al humor, a lo circense y el espectáculo carnavalesco. Este guarda un parecido al Joker intepretado por Jack Nicolson.  Finalmente, “el comediante”, el Joker psicótico y nihilista, que Batman cree que es el original. Este último habría creado a los otros dos y tiene similitudes con el Joker representado por Heathe Leger. 

Podríamos inscribir a la película de Nolan en las narrativas posmodernas. Como sostiene Frederic Jameson, el pastiche reemplaza la parodia. El Joker de Moore era una parodia de sus originales. Incluso parece una burla del modo en que Batman se relaciona con su pasado traumático.  En cambio, el Joker de Nolan testimonia la fragmentación de la narrativa tan propia de nuestra actualidad. Tal actitud frente al pasado, en primer lugar, establece que no hay un origen que contiene todas las claves del desarrollo posterior de la historia. Por tanto, no podemos explicar quién es el Joker por su pasado. Pero, además, pone en cuestión el sentido de la historia individual que permitía trazar el arco del personaje.  La teleología de ese viaje ha dejado de ser que el sujeto se conozca a sí mismo al final de su historia.  Por el contrario, parece imposible establecer una norma para la narrativa identitaria del Joker. Cada vez que le preguntan por su pasado, el Joker de Nolan inventa una historia diferente. La máscara se vuelve performativa. No es extraño darse cuenta que este villano ha perdido su sentido del humor. Su estilo guarda relación con lo que Jameson llama ironía vacía. Incluso tenemos la impresión de que el personaje se ha vuelto, antes que un cómico, un cínico. 

El Joker de Todd Phillips, en cambio, vuelve a rescatar el realismo social de El hombre que ríe de Víctor Hugo. Es un Joker moderno que expresa la contracara de la idea de orden, razón, progreso, normalidad y ley.  La subjetividad está moldeada por esas instituciones que fracasan en sus intentos de normalizar a los individuos para re-insertarlos socialmente: la familia, el trabajo, el hospital, el psiquiátrico, y en la Joker: Folie à Deux , la prisión.  Todd Phillips emprende la investigación del origen de los desordenes y disociaciones del Joker a través de la relación con su madre, su fracaso como cómico, su imposibilidad de relacionarse con las mujeres, la violencia a la que se lo somete y los muchos fallos de los sistemas sociales y de salud. Escenas de una existencia frágil y marginal, inconexas y caóticas, que constituyen fragmentos de la que parece una personalidad escindida de la cual emerge el villano. 

En la primera película, el Joker interpretado por Joaquin Phoenix nos deja con la pregunta de si Arthur Fleck es un simulacro del verdadero Joker, como en The Killing Joke. Un caos de máscaras detrás de las cuales no hay nadie. Esta posibilidad parece confirmarse al final de Joker: Folie à Deux, cuando este hombre es asesinado por otro Joker.  Sin embargo, sería apresurado considerar a este otro Joker “el verdadero”.  Joker para Todd Phillips no existe. Es la conversión de Arthur Fleck en un “ícono involuntario” creado por Gotham, que él mismo intenta destruir al final del juicio, cuando admite que no sufre un trastorno de personalidad y que fue él quien cometió los crímenes. Su asesino podría ser simplemente un imitador o un hombre que ha asumido la identidad a la que Arthur Fleck renunció en público. La idea de que se puede cambiar el mundo asumiendo una máscara le parece ahora ridícula. El Joker llegaría a la conclusión que las formas violencias desencadenan una reacción en cadena que se vuelve incluso contra sí mismas. Para sus seguidores y la propia Harley Queen, como para buena parte del público del film, asignarle una identidad estable al Joker es la forma más eficaz de matarlo en el imaginario popular, convertirlo en una estatua, después de haberlo romantizado. Pues el atractivo de este villano se explica por la variedad combinatoria de los juegos de máscaras.

Reseña de 30 monedas (HBO)

(Con demasiados spoilers)

  Un hombre se propone la tarea de robar un banco suizo. Durante unos minutos va dejando a su paso una estela de sangre y muerte. El asaltante recibe varios disparos de la seguridad del banco. Pero sigue disparando gracias a una prenda mágica que lo anima. El nigromante que la ha creado aguarda al zombie afuera en un auto de lujo. Es un sacerdote cristiano. 30 monedas arranca fuerte planteando que en esta fantasía oscura los muertos caminan entre los vivos animados por magia. 

 El relato se traslada a un pueblo típicamente español: Pedraza. Nace un niño de una vaca. Este es el primero de los sucesivos eventos extraordinarios que sacudirán la tranquilidad de la villa. Tardamos unos capítulos en descubrir que se debe a que llegó allí una de las 30 monedas por las que Judas Iscariote traicionó a Jesús.

Según el Evangelio de Mateo, Jesús fue arrestado en Getsemaní, donde Judas reveló su identidad a los soldados al darle un beso en la mejilla. Tras entregarlo a los sumos sacerdotes, Judas lleno de remordimiento y culpa, devolvió el dinero. No obstante, las 30 monedas perdidas pasaron a considerarse una prenda mágica de la Pasión de Cristo, instrumentos que forman parte de esa serie de eventos que se suceden entre la última cena y la crucifixión. 

Alex de la Iglesia parte de la idea de que estas reliquias de la Pasión de Cristo son perseguidas por una Iglesia Negra, que actúa en las sombras del Vaticano, dirigida por Cainitas. Secta gnóstica iniciada en el siglo II, adoradora de Caín, cuyas ideas se organizaban en torno al Evangelio de Judas. En la versión de la serie, los cainitas creen que el mal forma parte del plan divino, y que Judas, al traicionar a Jesús, frustró la acción de las potencias espirituales que querían impedir la Pasión de Jesús, favoreciendo así la salvación del género humano a través de su sacrificio. 

La historia de 30 monedas comienza a desenvolverse a través de una serie de capítulos autoconclusivos. Todos están enmarcados en historias de fantaterror que se suceden en el pueblo medieval. El relato se organiza en torno al monstruo.  Lo extraño, sin embargo, irrumpe en Pedraza por la presencia de la moneda que atrae a los sirvientes de un sacerdote oscuro que trabaja para el mismísimo Lucifer.

A medida que avanza la serie, las aventuras que viven los personajes del pueblo comienzan a tejerse como parte de una trama general que gira en torno al propósito de los cainitas de desatar el infierno en la tierra. En cada capítulo, Alex de la Iglesia sube la apuesta, con el propósito—confesado por él mismo—de romper con los esquemas narrativos que funcionan como zonas de confort para las plataformas y espectadores.

 La party rolera es hilarante. Está liderada por un sacerdote cazador de demonios, seguido por Paco, el alcalde del pueblo, quien terminará transformándose en un guerrero que aporta su fuerza bruta, y Helena, la detective rodeada de un halo de oscuridad que resolverá los misterios. En sus aventuras, será acompañado por el predicador Antonio (el loco del pueblo), la psíquica, e incluso en la segunda temporada, el padre Vergara viajará junto al nigromante, quien estará siempre a unos pasos de traicionarlo. 

La premisa de 30 monedas de Alex de la Iglesia bien podría explicar la imposibilidad de la radicalidad del mal. Cada una de estas monedas es un objeto mágico poderoso que asimismo es capaz de enloquecer a su portador.La angustia de Dios y el dolor de Jesús condensadas en aquellos objetos le otorgan un poder inigualable, no obstante, como su origen es la corrupción de sus portadores, no pueden propiciar más que el caos. Sobre todo, entre aquellos que buscan desatar un mal absoluto en la tierra. Sin embargo, es esa misma imposibilidad, sumada a la torpeza y los delirio de los malvados, e incluso de quienes luchan contra ellos (que también enloquecen a cada paso), lo que le imprime un tono de pura comedia al terror de 30 monedas. 

En la primera temporada, esta comedia negra se nutre de la tropología del apocalipsis cristiano. Mientras en la segunda entrega, son las narrativas del conspiracionismo actual las que traman los principales conflictos. En esta última acompañamos a un grupo de delirantes héroes provincianos que luchan contra la agenda 2030, los illuminati y empresarios nihilistas que manejan tecnología alienígena.

Alex de la Iglesia logra así despegarse  del terror gótico, para crear ( inspirado en el Weird Tales literario y cinematográfico) una sátira desopilante de los terrores contemporáneos a la Pandemia.

El país de las últimas cosas II

La catástrofe, en toda su magnitud, queda recién expuesta en los tiempos de paz. 

En los años 90’, los daños provocados por la Guerra Fría adquirieron, tras la caída del Muro de Berlín, la forma de la revelación de un sentido nuevo para el mundo.

Durante esa década y la siguiente, mi participación en aquél milenarismo estuvo vinculada a los juegos de rol y la música. La pérdida del mundo, evadirme de la órbita de sus demandas, resistirme a la permanente exigencia de sostenerlo, se convirtió en una experiencia más placentera, incluso en una forma de trasgresión. 

Por largas noches, olvidamos la mundanidad de las cosas, para arrojarnos a experimentar el mundo como mito en nuestra imaginación.

Herederos de los años 80’, durante aquellos tiempos, el mundo todavía era algo “a salvar” por un puñado de héroes. El paradigma de la fantasía seguía siendo el Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien. Legado, a su vez, de una generación que había vivido las catástrofes de la primera mitad del siglo XX.  

Salvar el mundo fantástico, abandonando el propio, parece una idea extraña. Se trata de un viejo argumento del realismo contra la fantasía, el reproche de la enajenación. Que la imaginación de mundos alternativos conduzca a experimentar el mundo real como extraño. Marx ya había cuestionado esto mismo al socialismo utópico.

Mucho tiempo después, el filósofo Paul Ricoeur, le reprochaba a Marx haber pretendido deshacerse del utopismo en favor del socialismo científico, señalando la diferencia entre la fantasía que busca evadir el mundo (“salvarlo en la imaginación”) de aquella que se propone transformarlo (crear mundos nuevos que cuestionen un estado de cosas actuales). 

Es curioso que con el cambio de siglo, milenarismo mediante, pasamos de las narrativas en las que jugábamos a “salvar al mundo”, a otras en las que “el mundo ya se había perdido” y encarnamos a sobrevivientes. El escenario eran los restos de un mundo “ que ya no es”.

Durante esa época en que jugaba juegos de rol postapocalípticos (ya en la primera década del siglo XXI) solía armar listas de canciones que tenían como temática el fin del mundo. Una de mis preferidas forma parte de las bandas de sonido del juego de video Fallout 4, también de la serie de TV basada en el libro de Philip K. Dick El hombre del Castillo, me refiero a la canción The End of The World compuesta por la escritora Sylvia Dee en 1962. Existen muchísimos covers, todos bastante fieles, sin embargo, la versión original de Skeeter Davis, atravesada por los estereotipos femeninos de los años 60’, es aún más perturbadora. 

En la canción se cristaliza una metáfora, bastante trillada y aún así potente, que representa el fin del mundo como la pérdida de un amor.  Una joven, con cierta inocencia, se pregunta: ¿Por qué todo sigue igual? ¿Por qué sale el sol, cantan los pájaros, brillan las estrellas? ¿Acaso nadie se ha dado cuenta que el mundo ha terminado?

 Dee declaró que la canción expresaba la tristeza que sentía por la muerte de su padre. No obstante, cuando la escuché por primera vez, en el contexto de un juego de video distópico y de cambio de siglo, allá por el año 2014,  fue inevitable pensar que en 1962 fue el año de la crisis de los misiles en Cuba y sobrevolaba el temor en el mundo de una posible guerra nuclear, especialmente en los Estados Unidos.  

El historiador Eric Hobsbawm escribió que en esos cuarenta y cinco años de Guerra Fría: “Generaciones enteras crecieron bajo la amenaza de un conflicto nuclear global que, tal como creían muchos, podía estallar en cualquier momento y arrasar a la humanidad (…) Con el correr del tiempo, cada vez había más cosas que podían ir mal, tanto política como tecnológicamente, en un enfrentamiento nuclear permanente basado en la premisa de que sólo el miedo a la «destrucción mutua asegurada» (acertadamente resumida en inglés con el acrónimo MAD, «loco») impediría a cualquiera de los dos bandos dar la señal, siempre a punto, de la destrucción planificada de la civilización. No llegó a suceder, pero durante cuarenta años fue una posibilidad cotidiana”.

Tomando en cuenta la retórica apocalíptica de ambos bandos, en especial del norteamericano, es al menos sugerente pensar que la idea del fin del mundo aparece en aquella generación de jóvenes norteamericanos de los años 60’ asociada a las posibilidades técnicas de destruir el planeta que supuso la bomba atómica. 

Cabría preguntarse, asimismo, hasta qué punto no fue, por parte de los sectores de esa generación reactivos a la Revolución Cultural, una forma de experimentar cierta nostalgia por el mundo que estaba dejando de ser. Porque un año después, uno de los referentes de los grupos más contestatarios de la juventud norteamericana, Bob Dylan, veía el mañana como demasiado tiempo. La revolución y el amor debían ser en ese presente “siempre esquivo”, como se escucha en la poesía de Tomorrow is a Long Time.

En 1987 Paul Auster publicó la novela El país de las últimas cosas. Un libro que para el escritor y poeta contemporáneo Faruk Šehić, nacido en la República Socialista de Yugoslavia, era un relato que bien podría haber sido un retrato de lo que le había tocado vivir, tanto durante el fin de la república socialista, la disolución de Yugoslavia y la Guerra de Bosnia. 

En ese libro Auster escribe: “Se necesita de un tiempo muy largo para que el mundo desaparezca, mucho más de lo que puedas llegar a imaginar. Continuamos viviendo nuestras vidas y cada uno de nosotros sigue siendo testigo de su propio y pequeño drama (…) Pero, ¿es eso lo que llamamos vida? Dejemos que todo se derrumbe y luego veamos qué queda o tal vez esta sea la cuestión más interesante de todas: saber qué ocurriría si no quedara nada y si aún así, sobreviviríamos”. 

 Auster señala algo no tan obvio en las ficciones distópicas contemporáneas: lo que llamamos “el mundo” tiene una gran capacidad de resistencia. No se destruye de un momento a otro ni por completo. Entonces, ¿qué es lo que sucede mientras el mundo se derrumba? 

La otra cuestión interesante de esta ficción distópica posmoderna es que su tema no es ya la deriva autoritaria (representada en las distopías modernas 1984 de Orwell y Un Mundo Feliz de Aldous Huxley), sino la especulación sobre qué queda cuando “el mundo”, en tanto trama de relaciones y cosas, se derrumba. 

  Es toda una declaración simbólica que su ficción distópica Auster la construye con recursos estéticos del realismo. Que sea una novela epistolar. Incluso que para imaginar esa destrucción progresiva del mundo se base en la yuxtaposición de modelos históricos contemporáneos: totalitarismos, estados fallidos, escenarios de guerras y catástrofes naturales.

 El país de las últimas cosas está compuesto de lugares de la memoria de las catástrofes del siglo XX. La lectura desde hoy parecería poner en discusión cierta estetización del fin del mundo propia de la imaginación postapocalíptica actual. Especialmente la de cierto cine catastrofista y sci-fi, así como toda una literatura de fantasía que coquetea con la idea de que el fin de las comodidades del mundo desarrollado y Occidental son una forma de liberación, ya sea porque lo que cae es el mundo burgués, liberal y capitalista, o bien porque se pone fin o en cuestión al Estado de bienestar devenido en un Estado Total. 

Algo cambió en esos veinte años que van desde la guerra de los misiles y los años 80’. Tengo la impresión que esa década tuvo una mayor consciencia que lo que se terminaba no era el mundo, sino “el mundo tal como lo habíamos conocido”.  It’s the end of the world as we know it (and I feel fine) es el nombre de la canción de la banda de rock R.E.M. formada en 1980. Su compositor y líder de la banda, Michael Stipe, atribuye la letra a un estado onírico, pero desde el punto de vista de las posibles interpretaciones, sugiere una percepción optimista del fin del siglo XX. La canción editada en 1987 incluso está asociada al clima que antecede a la caída del muro de Berlín. 

Cuando escuché por primera vez Go West, de la banda de pop británica Pet Shop Boys, tenía trece años. Si bien el sencillo se lanzó en 1979, no tuvo éxito hasta 1993. Durante un tiempo para mi fue una canción de festejo y alegría que me producía ganas de bailar. Entonces no comprendía la letra, y hasta mucho tiempo después no visioné el provocador video oficial, en que soldados de aspecto soviético bailan y hacen flamear banderas rojas. Mucho más tarde se analizó a esta canción como una oda a la recuperación de un mundo común y a la vez diverso a través de la llegada de los valores Occidentales al mundo comunista. 

El libro de Auster, sin embargo, expone hasta qué punto el optimismo deaquella generación estaba basado en cierto olvido de las catástrofes de la primera mitad del siglo XX. 

No dejo de pensar que en la introducción de Hobsbawm a su Historia del siglo XX comparte  esa preocupación. Sobre todo cuando relata como la visita del presidente Mitterrand a Sarajevo el 28 de junio de 1992, aniversario del asesinato del Archiduque de Austro-Hungría, no fue leída como una advertencia de la posible repetición de la historia con la Guerra de los Balcanes. 

Hobsbawm allí dice que: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo xx. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven”.

Puede decirse de Hobsbawm, como lo hizo el historiador Enzo Traverso, que escribió este libro con un espíritu de izquierdas derrotista, pero no puede negarse, más allá de su juicio, que tuvo una increíble lucidez para comprender que a partir de los años 90’ estaba emergiendo una nueva temporalidad. Una nueva forma de poner en relación tiempo y experiencias, que como señala Frederic Jameson, puede ser considerada pseudohistórica. 

U2 en Until the End of The World ( compuesta para el film homónimo de Win Wenders) narra la historia de dos enamorados que disfrutan de ciertos placeres mientras hablan del fin del mundo. Wenders  va más allá al representar en ese largometraje como rasgo característico de esta época el fin de los grandes relatos, su fragmentación en diversidad de historias, la proliferación de géneros, la imposibilidad de narrar un acontecimiento global, la explosión de la temporalidad. Todos estos cambios parecieran encontrar su punto de partida, su motor y razón de ser, en la premisa de que el mundo se va a acabar.  Sin embargo, lo que demuestra, como lo hace Paul Auster, es que el fin del mundo, de acontecer, es irrepresentable.

El país de las últimas cosas

EL MUNDO SE DERRUMBA TODO EL TIEMPO  

El escritor Paul Auster en 1987 captó la sombra de un nuevo tipo de colapso de la realidad. En la novela que tituló El país de las últimas cosas advierte sobre de qué forma aquello de lo que está hecho el mundo puede desaparecer, ya no debido a la ira de los dioses, catástrofes naturales o a causa del estallido de una guerra nuclear, sino por unas fuerzas enajenadas que lo consumen sin descanso. 

   El libro comienza con una cita del cuento fantástico El ferrocarril celestial de Nathaniel Hawthorne: “No hace mucho tiempo, penetrando a través del portal de los sueños, visité aquella región de la tierra donde se encuentra la famosa ciudad de la destrucción”.El relato parodia las alegorías de la ficción teológica de John Bunyan, “El progreso del peregrino” de 1684, en el que su protagonista, Cristiano, viaja desde la ciudad de la destrucción a través del pantano del desaliento, el collado de las dificultades, la batalla con Apolión, el castillo de las dudas, hasta cruzar el río de la muerte y llegar a la ciudad celestial, donde encontrará su salvación. 

  Salem, la ciudad en la que nació Hawthorne en 1804, que era por entonces una ciudad en declive y empobrecida, marcada por una oscura historia, también nutrió los sueños del escritor norteamericano. Borges señala que la relación de Hawthorne con la vieja y decadente Salem no fue la mejor: “la quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, los fracasos, las enfermedades, las manías”. Vivió allí hasta 1836 como si lo forzara una maldición familiar (asumida tal vez por culpa o superstición, quizás por su convicción de que las cargas del pasado se transmiten entre generaciones), debido a que uno de sus antepasados, John Hawthorne, quien habría sido juez de los tribunales contra hechicería, condenó a diecinueve mujeres a la muerte. 

 Más allá de que Hawthorne represente como una farsa el viaje desde la ciudad de la destrucción hacia la ciudad celestial, en el final de El ferrocarril celestial el protagonista descubre que el tren nunca llegará a su destino. Que no hay salvación más allá de la historia. Incluso que su guía era un demonio. “Ya estamos– señala Borges, refiriéndose a los temas del viaje inconcluso, la moratoria infinita, los castigos indescifrables— en Herman Melville, en el mundo de Kafka”. A su vez, el viaje de Anna Blume por el país de las últimas cosas recuerda al viaje de Cristiano y del pasajero de ese tren fantástico que promete escapar de la ciudad de la destrucción. Sin embargo, el resultado de que Auster prescinda de cualquier alegoría y de la finalidad escatológica o teleológica del viaje, es la distopía. 

   Existe, sin embargo, otro relato que también dialoga con El país de las últimas cosas. En El Holocausto de la tierra, Hawthorne describe como hombres y mujeres, en una gran hoguera, durante un rapto de delirio y posesión, destruyen una a una las cosas de las que está hecho el mundo. “Todas ellas fueron ya lanzadas a las llamas violentas; y entonces cruzó la llanura un viento poderoso que aullaba con desolación, como si fuera el lamento colérico de la tierra por la pérdida de la luz solar del cielo; y agitó la pirámide gigantesca de llamas y esparció por encima de los espectadores las cenizas de las abominaciones consumidas a medias”. Es en definitiva la propia voluntad humana la que propicia la destrucción del mundo.   Hawthorne realiza una extraña torsión de aquella parábola bíblica que reza: “de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma”, al proponer que sólo tras quedar desprovistos de aquellos objetos a los que debemos quiénes somos, tomamos conciencia del valor de las cosas de las que está hecho el mundo. Auster parece haber reescrito esta imagen del colapso sin la preocupación ética (que según Borges dañaba la magistralidad de la parábola) y a la luz de las catástrofes del siglo XX, retomando el sentido filosófico de esta metáfora del fin del mundo como destrucción de todas las cosas. Solo que en El país de las últimas cosas este hundimiento se torna inexplicable y persistente. “Estas son las últimas cosas– escribió ella–. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más”.

 La distopía de Auster comparte, sin embargo, con los relatos de Hawthorne, el intento de poner en palabras una visión terrorífica en la que el mundo se desploma todo el tiempo. Sostenerlo resulta ser un esfuerzo que exige a la humanidad unas fuerzas que no parecen alcanzar para que tenga sentido. 

EL COLAPSO DE TODAS LAS HISTORIAS

  En los momentos más lúcidos e imaginativos en que Hawthorne construye sus representaciones de la pérdida del mundo, aquellos pasajes en los que intenta acercarse a los umbrales que ponen en crisis la realidad, trasciende las imaginerías del apocalipsis cristiano y las fábulas morales con las que suele rematar sus cuentos. Borges extrae un fragmento de El fauno de Mármol que bien podría ser considerado precursor del terror cósmico. 

   En el foro romano se abre un hoyo de gran hondura y profundidad, dentro del cual –según rezan los historiadores latinos– se lanza un soldado con su caballo. Hawthorne lo imagina como: “un enorme y oscuro hueco, impenetrablemente hondo, con vagos monstruos y con caras atroces mirando desde abajo y llenando de horror a los ciudadanos que se habían asomado a los bordes. Adentro había visiones proféticas (intimaciones de todos los infortunios de Roma), sombras de galos y de vándalos y de los soldados franceses”. El abismo así descrito revela el desorden aparente de ese misterioso mundo imaginado por el escritor en el que estalla nuestra comprensión del espacio-tiempo. 

   A Borges no le convence este monstruo. Es demasiadas cosas. “En el curso de un solo párrafo es la grieta de la que hablan historiadores latinos y también es la boca del Infierno «con vagos monstruos y caras atroces» y también es el horror esencial de la vida humana y también es Tiempo, que devora estatuas y ejércitos, y también es la Eternidad, que encierra tiempos”. Pero termina admitiendo que para “el álgebra secreta de los sueños» este signo múltiple es aceptable. 

Hawthorne mismo reconoce que nadie se asoma allí guiado por la razón, sino en “momentos de sombra y de abatimiento, es decir, de intuición”. Los desgarramientos en la realidad se experimentan, sobre todo, como delirios y alucinaciones. Está convencido de que esas aperturas en la trama del mundo son: “ sólo una boca del abismo de oscuridad que está debajo de nosotros, en todas partes. La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla; basta apoyar el pie. Hay que pisar con mucho cuidado. Inevitablemente, al fin nos hundimos”.  

  Este tenue mundo crepuscular de las imaginaciones fantásticas de Hawthorne, como aquellas sensaciones de irrealidad y fantasmidad que lo asaltaban, según Borges, la conciencia que lo asiste acerca de la fragilidad de las cosas, me recuerda también a un cuento de H. P. Lovecraft que tituló El barco blanco cuyo tema es la inevitabilidad del naufragio de los viajes fantásticos. El relato trata sobre el encargado de un faro que abandona el puesto histórico de una familia de torreros, para viajar en este barco, día y noche, a ciudades maravillosas, guiado por un ave celestial. El barco blanco incluso deja caer sus anclas en “las mismísimas tierras de la fantasía”. Por desgracia, a su regreso, la luz del faro se agota como los últimos brillos de un cometa y el barco se estremece bajo estrellas negras. “Después del choque, vino la oscuridad —relata el torrero—. Y escuché el alarido de cosas que no eran humanas y de esos hombres”. Seguidamente, la luz del faro se apaga y el ave azul muere, el barco se quiebra entre las rocas y hacia donde mira el torrero solo encuentra desolación. 

   Los abismos que describen Hawthorne y Lovecraft desgarran la realidad desde sus bordes. La cercanía a ellos parece experimentarse como una caída eterna en pozos de infinita oscuridad. Proceden como un atroz desencanto respecto de lo que la realidad tiene de irreal y fantástico, como si el propósito fuera devorar el  mundo hasta alcanzar su completa destrucción. Para ello no es suficiente disolver el pasado en el presente, en la densidad, caótica y amorfa, del instante, sino que es necesario engullir lo que aún no ha acontecido. Solo se me ocurre un modo de destruir el futuro. Benjamín Labatut le llama “crisis de la imaginación” al colapso de todas las viejas historias que dieron sentido al mundo.

EL OLVIDO, ESE DESTRUCTOR DE MUNDOS.

   En ese ensayo sobre Nathaniel Hawthorne escrito en 1952, Borges sostiene que la fantasía de abolir el pasado fue practicada en variedad de ocasiones en nuestra historia. Que haya sobrevivido a esos intentos, y que podamos recordar tales episodios, es la prueba de que es imposible suprimir el pasado. Las historias que contamos no son el pasado mismo sino la forma en que nos relacionamos con las cosas que no han desaparecido, incluso esta vieja idea de destruir las tradiciones. Pero intuyo que hay algo más en el miedo heredado de nuestros antiguos a quedar desarticulados del pasado, a no estar sometidos al tiempo y terminar librados al olvido.  Después de todo, así como escribimos para “perder el rostro”, para crear otras realidades, también escribimos para preservar al mundo a través de organizar una memoria común.

  La idea de la preservación del mundo por medio del recuerdo  proviene de los antiguos. La inmortalidad era la medida de valor del mundo griego, una cualidad temporal propia de la naturaleza y de los dioses, que guardaba relación con el movimiento cíclico de los astros.  El mundo de la naturaleza y de los dioses no podía tener un fin debido a que estaba siempre volviendo a comenzar. Solo los mortales y las cosas creadas por ellos perecen con el paso del tiempo.Hannah Arendt, al respecto, escribió que: “(…) sin embargo, si los mortales consiguen dotar a sus trabajos, proezas y palabras de cierto grado de permanencia y detener su carácter perecedero, estas cosas, al menos en cierta medida, integran el mundo de lo perdurable (…) La capacidad humana que permite lograr esto es la memoria, Mnemosine, a quien por tanto se consideró madre de todas las musas”. 

  La tarea de la historia y la poesía era preservar las hazañas en el tiempo a través  del recuerdo. Por lo tanto, el único final del mundo posible llegaba con la pérdida de la memoria, precedida por la destrucción y el saqueo, la masacre, la muerte de los hijos, el exilio o la decadencia. 

Sin embargo, el fantasmal deambular de Anna Blume por la ciudad de la destrucción se opone al viaje del coleccionista o del historiador, quien en su afán de completar sus series y trazar genealogías, preserva lo que ya no es. Anna, en la búsqueda de su hermano, durante esa travesía en la que es consciente de la fragilidad de su existencia y la ausencia de sentido de ese delirio al que ha quedado reducido el mundo, se ve impedida de estar presente en las épocas antiguas. En la ciudad de la destrucción ya no se puede ir hacia atrás en el tiempo. El futuro, sin embargo, tampoco llega; también quedó atrás después de la catástrofe. Pareciera que los habitantes del país de las últimas cosas están condenados a un presente absoluto.

 Mientras en El holocausto de la tierra la tienda de antigüedades es lanzada a las llamas de la hoguera, en la distopía de Auster ese montaje de despojos se ha convertido en el basurero del mundo. Pese a todo, ninguno de estos mundos se ha corroído por la acción del tiempo, por lo tanto, no aparece en su superficie esa alegre melancolía del culto a las ruinas.

Esta novedad data de los años 40′ cuando, como escribe Paul Válery, la civilización moderna Occidental fue consciente de que era mortal. No es que jamás hubiera oído que grandes imperios y culturas, durante edades oscuras, desaparecieron sin contemplación, junto con todos sus artilugios, saberes, leyes, ciencias y artes, condenadas al olvido; pero pensaron que las cosas eran “perecederas por accidente” y que aquellos extravíos, naufragios, destrucciones, no los alcanzarían jamás.

Las ruinas de la ciudad de la destrucción carecen del aura que las transformaba en algo venerable y con cierta belleza. Es un tipo de destrucción vacía de fantasía en la que puede advertirse que no sólo es capaz de eliminar todas las cosas, sino también de borrar su paso por el mundo. Incluso el olvido en la distopía de Auster aparece como una facultad activa y voluntaria, que se ha impuesto como una necesidad para sobrevivir.“Durante mucho tiempo, intenté no recordar nada; –escribe Anna Blume –restringiendo mis pensamientos al presente me sentía capaz de arreglármelas, más fuerte para evitar lamentaciones. La memoria es una gran trampa”.

Anna expresa en otras palabras aquel problema que señaló Benjamin Labatut: “El fracaso de nuestras grandes narrativas en reflejar cómo se siente estar vivo durante la segunda década de siglo XXI y el colapso de ese don divino que nos permite poner la realidad en palabras y dar sentido a los que nos rodea para compartir una historia común seguramente están en la base de nuestra confusión actual, y de nuestra casi total desorientación. Pero sospecho que hay algo más: no tenemos historias para explicarnos adecuadamente porque estamos atrapados en una carrera alocada,  desencadenados del pasado y sin nada que nos ate a una imagen fija de futuro, libres de cualquier tipo de restricción pero completamente perdidos”. El pasado y la tradición ya no obligan. No es imperativo recordar, sino volver a pensarlo todo.  Ya que como señala Borges en Funes, el memorioso, el recuerdo de todas las cosas también puede ser un destructor de mundos. La insensata memoria total, la de los inmortales que hacen todo y saben todo, obtura el pensamiento. “Pensar es olvidar las diferencias, abstraer, generalizar”.

Anna Blume se para ante las cosas que no han desaparecido como si estuviera delante de una legión de espectros. Los significados perdidos de todo ese mundo fantasmático la agobian. Se siente incapaz de asumir la actividad ilimitada de dotarlos de sentidos en un mundo en ruinas. Considera el hastío de recuperar el pasado, la locura que implica retomar una continuidad con aquella tragedia. Los despide, celebrando el olvido, porque en el mundo lo que reina es una genérica y abstracta confusión que une la vida y la muerte. 

Reseña Cuento de Hadas de Stephen King

Stephen King, como sabemos, es un escritor prolífico, capaz de escribir cualquier historia que se proponga, y aún siendo así, en su último libro, titulado Cuento de Hadas (2022, Penguin Random House), reflexiona sobre la relación entre el cuento de hadas y el género literario dentro del cual su obra se inscribe: el terror. Entre la magia de las hadas y lo que él llama “lo sobrenatural”. La novela se propone demostrar, a través de sí misma, que el cuento de hadas tradicional y el cuento de terror comparten, entre otras cosas, el expresar los temores y miedos de los individuos y de la sociedad.

Charlie Reade, su héroe juvenil, pasa sutilmente de un mundo supuestamente “normal”, a un mundo mágico, que no tarda en convertirse en una pesadilla. Esta transición se produce en el plano metaliterario a partir de la distorsión con la imaginación que los lectores, y Stephen King en particular, hacen de mundos mágicos clásicos, que King referencia con autores destacados del género (que son también sus influencias) como Ray Bradbury, Lynan Frank Baum, Charles Dickens, H.P.Lovecraft, entre tantos otros.

En ese sentido, el viaje de Empis es un viaje metaliterario (que incluye al cine y al cómic, a las imágenes de los diversos géneros de la imaginación popular) en el que ingresan los jóvenes lectores como Charlie Reader, pero en el que las criaturas de los cuentos clásicos aparecen enrarecidas por los elementos de extrañamiento de lo familiar (lo siniestro), recurso característico del terror. Como la enorme y majestuosa sirena del cuento de Bradbury que ha sido destruida por una Harpía. Un mundo en el que pareciera que los White Walkers vencieron a la Guardia de la Noche de G.R.R. Martin o en el que los personajes del Mago de Oz, al ser tan ajenos al mundo, los caracteriza una rareza extraterrestre.

El traspaso del mundo mágico al terror opera sutilmente también a través de la escritura. King sostiene a lo largo del libro una escritura descriptiva, con una cadencia contenida, que trasmite una sensación de normalidad, por la que parece que a Charlie no le ocurre nada. Por el contrario, le pasaron y le siguen pasando muchísimos eventos traumáticos. Ha superado la muerte de su madre, tuvo que acompañar y ayudar a su padre por el paso por una depresión y el alholismo, además, su nuevo amigo, el señor Bowditch, por quien además ingresará a ese mundo de oscuridad, tuvo un accidente, enferma y luego muere. Charlie mismo está atravesando su adolescencia en una situación de relativa orfandad.

A medida que Charlie se va adentrando en Empis (que puede pensarse como una metáfora de su infancia demasiado tempranamente corrompida) la escritura comienza a revelar sobre ese fondo la diversidad, lo ominoso, la desviación, el extrañamiento. La entrada de Charlie a un mundo donde ocurren cosas mágicas, pero donde también el mal parece destruir lo bello y noble, corresponde al derrumbe de su propio mundo infantil por el que, como en los cuentos de hadas tradicionales, el niño debe convertirse en un adulto y socializarse, incluso en su caso, haciéndose cargo de los adultos.

En mi opinión, el tema de la orfandad y el cuento de hadas, recorre toda la reflexión de la novela sobre los géneros literarios. No creo que Cuento de Hadas se trate sencillamente de demostrar que King puede escribir su cuento de hadas retorcido. En cambio, pareciera querer mostrar los puentes que existen entre el cuento de hadas y el terror, exponiendo hasta qué punto es y seguirá siendo un escritor de lo fantástico.La vida moldea la imaginación tanto de los lectores como del escritor, y los lectores que está imaginando King para esta historia, son personas, que por los eventos que le han ocurrido en la vida y sobre todo durante su infancia, se sienten atraídos por estos mundos de hadas oscuros en los que todavía pueden ser sus héroes.

Ray Bradbury La futuridad de nuestra infancia.

El oficio de escritor/a según las autobiografías de escritores.

Reseña. Ray Bradbury. (1995) Zen En el arte de escribir. Minotauro.

En los años 50′ y 60′, para convertirse en escritor de literatura fantástica y ciencia ficción, había que confrontar ciertos prejuicios. Como géneros literarios, en esas décadas tuvieron auge entre los más jóvenes, pero aún eran considerados subgéneros menores. Mientras por sus temas -aún tratándose de ficción científica-se refería críticamente a esta literatura como desvinculada del mundo y sus problemas, juzgada como evasiva. Estos prejuicios derivaban del contenido ideológico de las figuraciones realistas aún vigentes en el siglo XX.

Ray Bradbury era un crítico del realismo. En esta colección de ensayos llega a proponer que el realismo es un veneno, y por lo tanto, la fantasía y el sci-fi, son el antídoto. Actualmente asistimos a cierta recuperación de la función que la imaginación, a través de la ficciones, tiene en la transformación del mundo a partir de crear ideas, imágenes, pensamientos, discursos que proponen mundos alternativos a lo existente. Para Bradbury, ya en los años 80′, escribir ciencia ficción y fantasía, era usar la imaginación, a través de la escritura, para cambiar la historia de las ideas.

Dentro de la historia de las ideas, la ficción construye representaciones del pasado, sin embargo, participa sobre todo de aquello que «todavía no es» y que incluso habrá de traducirse en hechos en el futuro. Participa, entonces, encauzando la realidad, transformándola, proponiendo soluciones a problemas. Esta relación tensa entre la ficción y lo real es figurada por Bradbury a través de la estrategia de Perseo con Medusa: confrontarla a través de desvíos. En definitiva, una poética. El propio Bradbury sugiere que la clave es, el tropo. La ficción especulativa crea conceptos que en muchos casos se traducen en hechos que se materializan en el mundo.

La escritura dentro de estos géneros no se nutre de la realidad tal como la entienden otros géneros, como la narrativa histórica o la novela realista. En efecto, se nutre de las experiencias. Sin embargo, según Bradbury, esas experiencias que alimentan su obra literaria son aquellas experiencias fundamentales que llamamos subjetivas (y que están profundamente atravesadas por las emociones), que se vivencian durante la infancia y aquellas que proyectan deseos, temores, sueños, proyecciones respecto de un horizonte de expectativas o espacios de esperanza a los que llamamos «el futuro».

Bradbury considera que tales vivencias están registradas en el inconsciente. Nuestro material para escribir historias se nutre de las experiencias y hechos del mundo, evocadas por la memoria o soñadas. Para enriquecerla recomienda, por una parte, leer poesía, que no es otra cosa que la metáfora consumada. La poesía expande los sentidos y facilita el surgimiento de ideas para desarrollar en prosa. Leer libros de ensayos también, para ejercitar el paso de la lógica de los hechos a la lógica de los sentidos. Las experiencias a representar se captan por sus sonidos, sabores, texturas, colores. Obviamente leer cuentos y novelas, porque el inconsciente se alimenta de las imágenes del pensamiento y nuestras obras participan de un debate con esa historia de las ideas. Finalmente, recomienda dar paseos por la ciudad y el campo, pero también por librerías y bibliotecas.

Tales experiencias (las que son potencialmente material de historias) se graban en el inconsciente, sin embargo, al ser evocadas por los juegos literarios, se traman a partir de tensiones, que buscan provocar risas, lágrimas, terror, náuseas, a partir de una función catártica propia del arte que es la de liberar esa tensión. El arte que no libera esa tensión queda incompleto, según Bradbury. Las tensiones se resuelven, con el final adecuado, en la acción. Y la acción es tramada en el tiempo. Los seres humanos son consideradas por el autor de Crónicas Marcianas como «hijos del tiempo», así como el régimen temporal de sus historias, en especial de las ficciones fantásticas y de ciencia ficción, es para Bradbury el de la futuridad de nuestra infancia.

Diario de lecturas. «Mientras Escribo» de Stephen King.

Este es un diario de lecturas de obras literarias referidas al proceso de escritura.

La escritura como telepatía

Escribir para Stephen King es telepatía.

 En otras palabras: un poder psíquico. Este es el concepto de magia de King, si consideramos que en su obra la mayoría de los personajes que manifiestan tener poderes sobrenaturales o practican la magia lo que en verdad utilizan son poderes psíquicos. 

Quien escribe  estaría entonces poniendo en práctica el don sobrenatural de transmitir lejos (  tēle ) sus emociones, sus intensidades y deseos desbordados( “pathos”), a la mente y los canales sensoriales de otro ser humano sin una interacción física. 

Todas las artes, para el autor de Mientras Escribo, implican telepatía, pero en la literatura encontramos su forma más pura.

Consecuentemente, es una actividad que hay que tomarla con seriedad.

 (Ya hemos visto en sus ficciones especulativas qué puede ocurrir si los poderes psíquicos se desbordan).

¿Qué implica, por lo tanto, tomarlo como algo serio? Considerarla una techné. Es necesario aprender a usar técnicas y herramientas de escritura. 

La base de estas técnicas y herramientas es el vocabulario. 

 Es indistinto que el escritor posea un vocabulario más florido, amplio o escueto,sino que para nuestro autor el vocabulario debe tener una relación con el estilo y es necesario que articule la escritura con un trabajo consciente de las palabras. 

En ese sentido, Stephen King recomienda no usar palabras complejas por vergüenza a utilizar un lenguaje más coloquial ni servirse únicamente de las convenciones realistas del lenguaje. Afirma que no hay que dudar de la primera palabra que viene a la mente, creando la regla de que la primera palabra que se le ocurre al escritor es la correcta, siempre y cuando sea la adecuada, y le de la vida a la frase. Las palabras demasiado pensadas en general para él no son las que mejor expresan una idea.

 Según King, además, hay que renunciar a querer decirlo todo. Las palabras guardan una relación de referencia pero no pueden expresar el significado de forma absoluta.Esta es otra regla del realismo que lleva a frustraciones.  No todas son, asimismo, metáforas. Esta es una suposición de los críticos del realismo que deriva en que toda escritura debe ser poética o categorial. Siendo este el criterio por el que se descarta a la narrativa con pretensiones miméticas como mala literatura.

La segunda herramienta de la escritura es la gramática.

Para Stephen King lo más importante son los elementos que hacen al estilo, ya que tienen relevancia para la producción de sentido y la comunicación con el lector. En este punto, cuando se refiere a las palabras referidas al régimen de lo enunciable y aquellas referidas a la acción ( las palabras que actúan), King recomienda centrarse en el armado de frases simples. Las frases simples le otorgan una suerte de red de seguridad a la escritura, sobre todo la simplicidad de la combinación nombre-verbo es útil y hasta poética especialmente para escritores que tienden a perderse en los laberintos de la retórica, que escriben frases largas y encadenadas, que ponen circunstanciales, yuxtaposiciones, subordinadas. Escribir oraciones sencillas es un buen camino para no perderse. 

La tercera condición para un proceso de escritura serio es la lectura y escritura.

Para ser un profesional hay que leer mucho. No existen posibilidades de saltarse este requerimiento. Si bien existen variaciones (él mismo se reconoce como un lector lento), no se puede no leer, entre otras cosas, porque los libros son los verdaderos maestros de la escritura. Buena parte del oficio se aprende en la propia lectura. Incluso los libros malos son a menudo los que mejores lecciones enseñan en la medida en que por ello un escritor aprende aquello que no quiere hacer o le parece que está mal hacer. Por lo tanto, alguien que no lee –señala King–no dispone ni de tiempos ni de herramientas para escribir.

 Leer es, en consecuencia, el centro creativo de la vida del escritor mismo. Es, además, una forma de desvincularse del mundo “normal”, cotidiano, ordinario, para problematizar lo real con la ficción, a través de otras atmósferas y lenguajes. Por eso se ingresa a esos mundos por medio de rituales de transición que implica desconectar la TV y los ordenadores, las actividades cotidianas, las redes sociales. Solo la música está permitida porque, para King, participa en la construcción de atmósferas o climas en los que es más propicio escribir. 

La escritura requiere además de cierto talento, pero también pasión y sobre todo pasarla bien. Este último criterio para King es decisivo al momento de evaluar una vocación.  No debe ser algo que nos exija un esfuerzo emocional. Entre el talento y la producción, debería ser algo que nos gusta y donde la pasamos bien. 

Finalmente es importante que la lectura y la escritura se realice en cierto entorno, una especie de atmósfera, que le de confianza e intimidad al proceso de lecto-escritura. La importancia de que tenga su propio lugar reside en que suele ocurrir que se vive como algo que pierde realidad o consistencia si no tiene su marco. Y en este sentido insiste en tomar a la lectura y la escritura como algo serio.

Asimismo, en Mientras Escribo Stephen King construye un modelo de escritor que problematiza algunos clichés del escritor maldito.

Por ejemplo, él organiza sus horarios para dedicarse a lo nuevo por la mañana. Sugiere continuar con un proyecto hasta terminarlo, es importante no dejarlo, porque considera que con el tiempo los personajes pierden ritmo, se oxidan y el escritor empieza a perder entusiasmo, volviéndose más una carga que algo placentero. 

Para la producción regular recomiendo tener un ambiente sereno, sin demasiados sustos, distracciones, una vida física rica y saludable, estabilidad en las relaciones afectivas. 

Considera que se puede leer en cualquier parte, pero escribir en cualquier parte es más complicado. Las mejores condiciones son las que otorga la casa en el sentido del espacio propio. Esto, sin embargo, no debe ser un impedimento. Sus dos primeras novelas, Carrie y Salem’s Lot las escribió en el lavadero de una caravana, como Truman Capote escribió en hoteles. El espacio puede ser modesto, pero lo importante es que uno tenga una cierta intimidad.

 La sala de escritura es la habitación donde sueñas. Implica–al igual que la habitación donde dormimos–romper con el cuerpo, que se va a quedar físicamente quieto, y estimular al cerebro, pero no en la forma en que generalmente trabaja que es la del pensamiento racional y rutinario, sino para que trabaje de una manera onírica. 

Una vez que están garantizadas estas condiciones estaríamos en condiciones de escribir. 

Ahora la otra pregunta que surge es: ¿Escribir sobre qué? La respuesta de King es: “de lo que te dé la gana, siempre y cuando, cuentes la verdad”.

En esta instancia encontramos el concepto que King tiene del material de la escritura: las experiencias o saberes sobre los que se va a construir luego una narrativa. Son esas experiencias o saberes previos a los que se refiere con “la verdad”.

La verdad en términos expresivos, referida a las condiciones pre-narrativas, lo que el escritor sabe. No se escribe solo de lo que se sabe, pero este es su punto de partida.

Desde luego, además de lo que conocemos, el escritor necesita poner en juego sus emociones y la imaginación. Sin ambos el mundo de la ficción sería un lugar sórdido. 

Incluso puede que no existiera. 

Quizás la máxima que él destaca como consejo a seguir es que hay que escribir de aquello que a uno le gusta leer. En su caso temprano ha sido el terror. Si los géneros que te gustan son considerados menores –como las novelas de romance, la ciencia ficción, el cuento fantástico– desde su perspectiva es una mala opción  renegar del deseo y escribir los géneros autorizados bajo la suposición de que van a dar mayor impresión al público. Ir en contra de lo que a uno le gusta es para Stephen King tan espurio como la finalidad de la narrativa que se escribe con fines comerciales. “La narrativa consiste en descubrir la verdad dentro de la red de mentiras de la ficción”, afirma. Sería moralmente condenable escribir contra lo que se piensa, admira o disfruta. Es una suerte de fraude intelectual.

En ese sentido, lo que recomienda es empezar por escribir sobre cosas sobre las que se posee algún saber articulando con cosas producidas por la imaginación. Siempre tomando en cuenta que escribir sobre un campo sobre el que se tiene alguna experiencia o saber no implica moralizar esa vivencia o área de conocimiento, sino que estos saberes enriquezcan la narración. 

Finalmente, el modo de elaborar ese nivel pre-narrativo, al menos en la novela y el cuento, es la parte más importante del proceso de escritura para King. Pero no en el nivel del “entramado”, sino de la narración, descripción y los diálogos de los personajes. 

La trama queda en otra dimensión porque, por un lado, nuestras vidas no tienen un argumento y la segunda porque considera incompatible el argumento con la espontaneidad de la creación auténtica. King está por lo tanto muy lejos de creer en armar un guión o estructura de novela antes de empezar a escribir. Para él todos esos tips de cómo estructurar una novela es algo que hacen los malos escritores. El resultado es una historia artificiosa. 

Piensa en una escritura más similar a la intuición y al modo en que experimentamos vivencias previamente a que las narramos. Sus historias se basan en situaciones. La premisa del conflicto narrativo de King es poner a un grupo de personajes en un aprieto y ver cómo intentan resolverlo. Lo primero es la situación, luego los personajes y una vez que se empieza a contar su historia, van adquiriendo complejidad. Cada escritor o escritora se construirá su propio modelo de narración. Sin embargo, la premisa de Stephen King, es que se debe echar mano a las experiencias pre-narrativas e imaginación para ir tramando la historia, y no al revés, si queremos contar una buena historia. Que es, en última instancia, de lo que para nuestro autor se trata la escritura.

Sobre la escritura y la vida

“Lo que está por suceder, lo que aconteció y lo que está aconteciendo, esa potencia de la vida que nos arrastra a ser quiénes somos–señala Giles Deleuze– se expresa en el verbo”. En el caso de Stephen King el verbo ha sido, desde temprana edad, escribir

De su relato se desprende que es escritor, aún antes de ser reconocido como tal, sencillamente porque todo lo que lo define, desde que tiene conciencia de su existencia, es la acción de escribir.

En su Currículum Vitae (capítulo uno), explica a causa de la irrupción de ciertas condiciones y su propia historia de vida, no cómo llegó a convertirse en escritor, sino por qué siempre lo fue, incluso antes de tener conciencia o reconocerse él mismo como tal. Hasta podría deducirse de su relato que no existía ninguna posibilidad de que no fuera un escritor. Estaba destinado a serlo.

Es para destacar esa insistencia del verbo. Si se lo desagrega en otros verbos asociados a esa actividad— tales como leer, publicar, editar, hacer copias, vender sus obras– es muy impresionante notar que Stephen King se expuso a la recepción y a la crítica –se convirtió en lo que él llama un «escritor de puertas afuera»–, casi al mismo tiempo que comenzó a escribir.

Si la instancia «puertas adentro» es en la que el escritor escribe para sí mismo, antes de exponer su trabajo a otros, abrir la puerta, no es sencillamente mostrar el trabajo, en cierto modo también implica que los textos, los personajes y las historias, dejan de pertenecer a su creador.

Stephen King no solo tuvo desde muy joven un público lector. Desde que escribía y publicaba en la escuela, parece haber entregado sus creaciones con cierto desapego para que circularan, las interpretaran, les dieran ciertos usos escolares y hasta ganó algo de dinero. Es una experiencia infantil muy potente. Para la mayoría de los escritores llegar a ese punto es bastante trabajoso.

La anécdota que para él parece representar un quiebre al respecto es el encuentro con el editor de un periódico deportivo frente a quien lo envían como castigo por haberse burlado de una profesora. Ignoraba bastante sobre cuestiones deportivas y presentó una crónica convencional acerca de un partido de baseball. Sin embargo, tuvo mejor suerte con un relato sobre uno de los jugadores que en aquél partido había batido un récord. No obstante, lo que verdaderamente rescata en esa historia es la fascinación que le despierta notar que las correcciones efectuadas por el editor del periódico han terminado por enriquecer su texto. Del proceso ha resultado embellecido. En esa primera experiencia de edición King descubre la dimensión colectiva del trabajo del escritor. Es también su primer encuentro con un público entendido. Este es el editor que le aconseja: «escribir con la puerta cerrada y reescribir con la puerta abierta». Quien le advierte que uno comienza contándose una historia a sí mismo, pero que al exponerla, esa historia deja de pertenecerle al creador. Esta anécdota es la metáfora del encuentro prematuro de Stephen King con la crítica. 

Pero hay también momentos en la vida de un escritor vinculados a la muerte. En su propia historia, todos esos momentos tienen un denominador común: el alcohol y las drogas.

El primero de esos momentos en la historia de King con el alcoholismo es su primera borrachera. El acontecimiento, sin embargo, no parece ser la borrachera en sí misma, sino haber descubierto la sensación de estar alcoholizado: esa experiencia de distorsión perceptiva, similar a la imaginación o a estar dentro de una película, donde el mundo se vuelve ajeno a uno mismo. Esta experiencia casi onírica, en la que estás y no estás en el mundo, a él le resultó atractiva de inmediato. El alcohol lo ayuda a desinhibirse y confrontar temores, hablar con mujeres, divertirse, ser más genuino, evadirse. Este inocente evento es el comienzo de una carrera autodestructiva que describe como una suerte de descenso a los infiernos.

El momento más oscuro de ese tránsito es durante la escritura de El Resplandor. Es también entonces el período durante el cual agoniza su madre. El relato de la muerte de su madre es muy impactante, no solo por lo bien logrado, sino también porque describe una imagen que parece sacada de una escena de terror de sus propias novelas. Mientras al mismo tiempo logra transmitir el carácter dramático de la situación, el dolor que la causó y sobre todo el poderoso vínculo que lo une a su hermano. Sin embargo, la tragedia está representada según ese estilo que a él lo caracteriza y por la manera particular con la que suele observa la realidad, que confluye en una figuración muy peculiar de la muerte. 

Este descenso al infierno llega a su momento más dramático cuando él se da cuenta que es alcohólico. Estaba escribiendo El Resplandor sin advertir que estaba escribiendo sobre lo que le estaba pasando. King establece allí una relación entre el alcoholismo y la masculinidad, como una forma típica de algunos hombres de confrontar el vacío existencial, las frustraciones, el agobio de la familia. No obstante, es a través de la escritura que toma conciencia de que tiene una enfermedad. Pronto, y no sin sorpresa, descubre que el protagonista de El Resplandor era él mismo, que la enfermera de Misery era una suerte de metáfora de las drogas que lo estaban matando. Incluso él interpreta que la escritura de esos años era un pedido de auxilio. De ahí que concluya que la escritura es un modo de relacionarse con lo que nos pasa, incluso para un escritor profesional, ya consagrado.

King hace una breve reflexión al final de ese apartado sobre la concepción que circula en el mundo editorial y literario, y yo diría en el mundo del arte en general, que sostiene que las drogas y el alcohol están relacionadas con el proceso creativo y la supone que el abandono de esas sustancias o una rehabilitación conlleva el fin de su creatividad, y por lo tanto de una carrera literaria. Cita los casos de Hemingway, Scott Fitzgerald, Dylan Thomas, sobre cuyas vidas construyó un poco ese mito. 

Stephen King cree que esos argumentos son los que ofrece cualquier adicto con independencia del trabajo o campo en el que se desempeñen. Si bien no niega que fue un período productivo, tampoco por ello deja de considerarlo un viaje a la oscuridad. Durante ese período él mismo se representa en un sótano en cuyo centro había montado un escritorio gigantesco y ridículo en el que estaba borracho “como el capitán de un barco con un rumbo perdido”.

La tormenta llegó a su fin. Termina con su profesionalización. La metáfora de ese ritual de paso es el momento en que se construye un espacio de trabajo, un estudio iluminado, con un escritorio más o menos sensato, que él ubica en una de las esquinas. Desde entonces Stpehen King sostiene que empezó a tomarse más en serio el trabajo de escritor. 

El relato de esta pequeña travesía por la que casi naufraga termina con una frase nietzscheana sobre cómo producir un arte para la vida. “Se empieza así- dice-poniendo el escritorio en una esquina y a la hora de sentarse a escribir, recordando el motivo de que no esté en el medio de la habitación. La vida no está al servicio del arte, sino al revés”.

Entonces me doy cuenta que me equivoqué al principio. Que no se trata de “vivir a veces” mientras la escritura lo consume todo. Stpehen King , por el contrario, considera que escribe para estar vivo.

Escribir la tragedia humana en clave de terror

King no parece tener una explicación de origen, una razón primera, a por qué es escritor. La escritura parece ser algo que no puede dejar de hacer desde que tiene memoria.

Escribir también parece ser para él un modo de relacionarse con el mundo que lo acompaña desde su infancia, y que consiste, ante todo, en narrar y deformar con la imaginación sus experiencias con lo raro y lo espeluznante.

Es, por lo tanto, una forma de comprensión de experiencias, sobre todo aquellas experiencias antropológicas que resultan perturbadoras.

“Carrie nunca me ha caído bien–confiesa–, pero al menos Sondra y Dodie (antiguas compañeras de estudios de King que inspiraron la construcción de Carrie) me ayudaron a entenderla un poco. La compadecía a ella y a sus compañeros de clase, de quienes yo, años atrás, había formado parte”.

El terror pareciera ser el género irónico preferido por King para abordar la tragedia del ser humano. Por más extraña que nos parezca la catarsis que promueve su obra, Stephen King, como otros escritores y escritoras, escriben para entender y reconciliarse con la condición humana.

¿Qué es lo que quiere entender de las condición humana? Creo que buena parte de su literatura se aboca a tratar de comprender los temores de la sociedad y las formas de maldad que vehiculiza ese estado psicológico que es el miedo.

Por ejemplo, sobre Dodie, su compañera del secundario que terminó suicidándose, y los maltratos que sufrió en la secundaria, señala: “No es que se rieran, es que la odiaban. Personificaba todos los temores de sus compañeras de clase”.

Esa descripción le cabe a muchos de los personajes de King: personificaciones de los temores sociales, ante los cuales, la misma sociedad reacciona a través de lo que se conocen como rituales de purificación, a partir de los cuales, real o simbólicamente, se destruye o exilia a un individuo que personifica esos miedos como forma de liberar de los mismos a la comunidad.

Muchas novelas de King versan sobre esos territorios que,como señala Foucault, pertenecen a lo inhumano, aquello frente a lo cual se va “a solicitar por medio de extraños encantamientos una nueva encarnación del mal, una mueca distinta del miedo, la magia renovada de purificación y de exclusión”. (Foucault, M. Historia de la Locura).

No obstante, tengo la impresión que King, al momento de describir esos rituales de purificación, manifiesta más interés en el cuerpo, en el carácter orgánico y biológico de la maldad, así como su expresión en formas inconscientes de la imaginación ( en su dimensión mitológica, religiosa o psicológica), antes que las “formas de la conciencia”.

Creo también que, además de su concepción del terror como un fenómeno psicológico e inconsciente, vinculado a la imaginación, hay allí también una profunda discusión con la literatura ilustrada. No es extraño que cuando un personaje de King, que desarrolla perturbaciones psicológicas y poderes sobrenaturales, hace un monólogo interno–como ocurre con Carrie– encontremos una mente fracturada, esquizoide, o al menos, imposible de reproducir en la forma de las voces neuróticas de la literatura del “espíritu”.

Existe también una forma alternativa de maldad, diría que no ominosa, que en su escritura se revela más en las acciones que en el “relato” o en los diálogos. Me refiero a esos personajes que no sabemos qué están pensando, que se expresan de forma banal y actúan sin saber bien los daños que provocarán con sus acciones, lo cual nos lleva a suponer que no piensan nada y que aquella maldad deviene de su incapacidad de hacer juicios.

Esta crueldad, humana, demasiado humana, es la que suele darle forma a los miedos, que se materializan o encarnan en un ente o un fenómeno sobrenatural que los persigue y amenaza, o bien que aparece como un tabú o prohibición, que regresa en la forma de maldición, cuando vuelve a ser quebrado. La estupidez humana, la ignorancia, el olvido y la contingencia son, en definitiva, fuentes inagotables de acción dramática en las historias de Stephen King.

Al respecto, tengo la impresión de que su literatura suele pretender revelar el carácter ideológico de los relatos sobre los conflictos acerca de nuestras vidas contemporáneas. La novedad es que para exponer esa dimensión no problematizada de la narrativa, King no se vale del discurso de la razón, sino de metáforas de fuerzas mágicas, sobrenaturales o preternaturales, que pueden derivarse de la mente humana y de todo aquello que precisamente no podemos explicar con la razón porque le tememos. Y que termina funcionando, por el efecto de su descripción, como una crítica de esas conciencias que se auto-engañan o falsas conciencias movidas por sus miedos más profundos.

Al prescindir del la perspectiva de la razón, me parece que se modifica además la figura de la monstruosidad. El monstruo, como señala Foucault, es una construcción de la razón, es el Otro en la historia de lo mismo, una variación en la propia identidad. Pero para Stephen King, el monstruo es una proyección del inconsciente en el afuera, no es el Otro de la razón o la identidad, sino que expresa temores, que desde luego son sociales y políticos, pero que a pesar de que es posible explicarlos bajo la formas lógicas, lo que figuran y modelizan, no son tanto las formas de la conciencias, sino las creencias, pulsiones, emociones, deseos y temores.

Por eso creo que Stpehen King no victimiza a sus monstruos (aún cuando uno pueda deducir que su violencia sea resultado de cierta violencia social previa), como tampoco los victimarios suelen ser presentados por él como formas absolutas de la maldad, a veces incluso son inocentes. King evita moralizar, sobre todo al final de sus historia; ni siquiera pretende, como se estila actualmente, elaborar una moral a favor de los monstruos. El monstruo es simbólico, la figuración de aquello a lo que inconscientemente teme una comunidad. Ya que, en cierto modo, la sociedad, a través del monstruo, es víctima de sí misma, no de la moral del escritor.

La maldad que retrata Stephen King–al igual que el poder– calla. La narrativa falla en su intento de explicitarla en sus formas tradicionales. La experiencia del mal no se puede “contar” sin encontrarse con los límites de esa forma de representación. Parecería que solo una poética puede captar– a través de la metáfora de la pesadilla– la imaginación propia del terror.

Reseña: The Banshees of Inisherin (2021, Martin McDonagh)

Variedad de autores refirieron a las atmósferas psicológicas de depresión, frustración y resentimiento que, por ejemplo, proliferaron en Alemania luego del fin de la Primera Guerra Mundial, luego del Tratado de Versalles y la hiperinflación. Estos climas de época fueron claves para explicar los enfrentamientos violentos que se sucedieron durante la república de Weimar, la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del fascismo.

La atmósfera psicológica de una sociedad es una condición de posibilidad para que se produzcan ciertos acontecimientos de violencia como los ocurridos durante la primera mitad del siglo XX. Pero para entender un fenómeno psicológico a nivel colectivo no basta desde luego reconstruir la trama de una serie de acontecimientos históricos. La historia así entendida no es suficiente para informar el contenido dramático del siglo más violento de la historia de la humanidad.

Tampoco se puede explicar aparentemente por racionalizaciones, ideologías o extremismos, puesto que los acontecimientos del siglo XX, se caracterizan, por el contrario, por su complejidad. Sin embargo, la poética, con sus recursos y figuraciones, parece en ocasiones más adecuada para representar esos dramas sin caer en reduccionismos. 

Este pareciera ser el caso del film The Banshees of Inisherin que a menudo es presentado como una alegoría de la guerra civil de Irlanda. Desde mi perspectiva, la película no es una alegoría de la guerra en sí misma, sino de esa atmósfera psicológica en la cual la guerra civil prospera.

La historia se centra en dos personajes que solo en apariencia podemos considerar los dos extremos en disputa. Pádraic Súilleabháin, interpretado por Colin Farrell (quizás su mejor interpretación actoral) representa a un hombre sencillo del campo, quien es tratado por la comunidad como un buen tipo aunque algo lento. Pádraic se caracteriza por una cierta incomprensión de la complejidad psicológica de su amigo Colm Doherty, interpretado por Brendan Gleeson, que atraviesa una depresión y que sin mediar explicación al comienzo de la película le dice abiertamente que ya no le cae bien y que no serán más amigos.

Simplificando un poco, Pádraic no entiende a Colm, pero éste lo ayudaba a ser reflexivo; mientras que Colm, si bien se aburre, también se nutría de la sencillez con la que Pádraic aceptaba la vida y pasaban el tiempo. Cuando la relación se rompe, y cada uno, a su modo, deja de pensar, por un lado, Pádraic se enfrenta con una rutina insoportable, revelándose que otros y él mismo lo consideran corto y aburrido, lo cual lo precipita a una crisis de la cual no puede salir solo. Mientras Colm, por otro lado, profundiza su depresión y actitud soberbia al creer que por alejarse de Pádraic dejará de ser un músico frustrado y trascenderá en la historia, para finalmente auto boicotearse, terminar dañándose a sí mismo y resintiendo a su amigo.

La mutua incomprensión y subestimación del otro desencadena la violencia.Todo esto es narrado en un tono humorístico capaz de hacerte reír mientras llorás al mismo tiempo. Hay además un componente del relato que Sloterdijk señala que es propio del siglo XX que es la exageración. La exageración del siglo XX consistió en remitir todas las cosas a un fundamento o factor básico que supuestamente lo explicaba todo. La exageración de los motivos de los personajes para conducirse del modo en que lo hacen causa el efecto precisamente que producen los acontecimientos del siglo XX, confusión, malentendido, aislamiento.

En mi opinión, el film narra, a través de seguir la historia de la ruptura de una amistad, cómo las sociedades se disponen para hacerse daño por frustración, resentimiento o depresión, estados emocionales y psicológicos que prosperan luego de épocas socialmente represivas y violentas.

Pero así como son capaces de iniciar las guerras, las sociedades tienen dificultades para terminarlas. El problema es que que los daños solo los revierte un perdón sincero ( que debe ser siempre el fin de la guerra) y esa decisión no es solo personal. El final amargo es que aún cuando se llega al fin acordado de la guerra, este no será suficiente para un nuevo inicio.

La ciencia en Tiempos de Oscuridad

Reseña de Un Verdor terrible de Benjamín Labatut (Anagrama, 2020).

Hasta mediados del siglo XX, la historia de la ciencia fue narrada como una sucesión de “momentos de Ilustración”. La metáfora de la luz asociada a la verdad, esa metáfora absoluta, en palabras de Hans Blumenberg, cristaliza en la Modernidad una figuración a partir de la cual se representarán los avances científicos como una evolución o progreso.

En esa historia, claro está, rara vez ocurre que encontremos simbolizada a la ciencia con proximidad a los misterios, a lo oculto, a las encarnaciones del mal, mucho menos a las expresiones del miedo o a los extraños rituales de purificación y de exclusión de las edades oscuras de la humanidad.

Uno de los aspectos originales del último libro de Benjamin Labatut, Un verdor terrible (Anagrama: 2020), reside en haber problematizado ese tropo moderno, asociando en su narrativa a la ciencia del siglo XX con el misterio, el terror y la locura.

Labatut retrata además las obsesiones de estos científicos del siglo XX, especialmente aquellos ligados a la mecánica cuántica y la física nuclear, como el Hamlet intelectual de Paul Valéry, tambaleándose entre dos abismos. “Medita (el intelectual del siglo de las catástrofes en masa) sobre la vida y la muerte de las verdades. Tiene por fantasmas todos los objetos de nuestras controversias; tiene por remordimientos todos los títulos de nuestra gloria; está agobiado bajo el peso de los descubrimientos, de los conocimientos, incapaz de desentenderse de esa actividad ilimitada. Piensa en el hastío de reanudar el pasado, en la locura de querer innovar de continuo. Se tambalea entre los abismos, porque dos peligros no cesan de amenazar al mundo: el orden y el desorden” (Política del Espíritu. Paul Válery) En esa clave, el siglo XX es entendido como la pesadilla del sueño de la Razón Moderna. Tiempos, como los consideró Bertolt Brecht, que a pesar de los desarrollos científicos, muchos de ellos promovidos por la guerra total, también, por eso mismo, son tiempos de oscuridad.

Esta operación que lleva adelante Labatut, tiene, sin embargo, antecedentes literarios y filosóficos, con peso propio.Filosóficamente, Michel Foucault, estableció los pilares para una genealogía de esos instantes de oscuridad de los discursos y prácticas con pretensiones científicas de las ciencias humanas, así como los referentes de la Escuela de Frankfurt son responsables de una pormenorizada crítica a la razón instrumental que definió las bases del debate contemporáneo sobre la Modernidad. Estas líneas han sido continuadas además por otras genealogías.

En la literatura–más allá de que la ficción especulativa en general ahonda en exponer los límites de las utopías tecno-científicas—, al leer a Labatut, resuena H.P. Lovecraft, fundador del subgénero weird fiction y el terror cósmico, uno de los precursores de una literatura en la que algunos de sus narradores bizarros– científicos con voluntades absolutas o los discípulos que sobrevivieron a sus experiencias mítico cósmicas, lanzados a la búsqueda de verdades primordiales–, se asoman al abismo y enloquecen. También Michel Houellebecq, quien se inscribe, por otra parte, en la tradición Lovecraftiana. Es sobre todo en Las Partículas Elementales donde reflexiona sobre la siguiente generación de científicos, la de los científicos que ya no son considerados prometeicos sino fáusticos, y es a través de contar sus historias, que Houellebecq cuestiona a los pensadores de la izquierda francesa de posguerra por haber pretendido cuestionar el poder desconociendo las principales innovaciones científicas de su época, especialmente aquellos adelantos ligados a la genética, física nuclear y mecánica cuántica.

La operación en cuestión, en cualquiera de los casos, no equivale a “criticar a la ciencia” o ser anti-moderno. Incluso en el caso de Un Verdor Terrible se ha repetido esto en numerosas reseñas a pesar de que el propio Labatut ha sostenido en entrevistas que lo que le interesa es la fascinación sin límites de la condición humana, que en la actualidad se expresa, a su entender, en la ciencia: ese modo a partir del que “el ser humano interactúa con el misterio”. Habiendo afirmado también sentirse atraído por la ambición absoluta que ocultan los científicos, por esos viajes alocados que emprenden, que no estamos seguros dónde van a terminar, por el hecho de que nos tenga a un paso del abismo.

Es esa parte esencial del humano que le interesa representar a Labatut en su literatura, que no está desprovista de locura, precisamente la que oculta la metáfora de la luz. Y que debe, por lo tanto, desmontar el autor, por una razón más: se resiste a la representación literaria ya que, como bien muestra una vez más Blumenberg desde los inicios de la Ilustración moderna, esa figuración ha resultado debilitante para los ilustrados. Se la ha criticado por santurrona, sobre todo al proponerse como autoridad pedagógica tutelar y hacer gala de la arrogancia del ilustrador. Ha sido problematizada por poco irreverente, al pretender oponerse a toda forma de irracionalidad y barbarie. No faltó quien la consideró aburrida por su incapacidad de encarnar el drama de lo humano y en lugar de infundir coraje, llenar de visiones de derrotas a sus audiencias. Debido a su carácter elitista y homogeneizador, se la acusó de ser injusta, y por su oposición a toda retórica, su discurso fue desprovisto de cierto encanto.

El éxito de las historias insensatas que relata Labatut reside sobre todo a sus perspectiva narrativa. Relata ciertos episodios de la historia de la ciencia, no según sus instantes de Ilustración, sino los momentos de desborde libidinal, pulsiones criminales, pretensiones absolutas, cercanía a lo inefable, decisiones irracionales, que entrelazan las biografías de los científicos cuyas vidas relata, todos ellos atravesados por un único hilo conductor: el querer entender el principio que explique todas las cosas del universo; y es precisamente en ese intento ilimitado y demasiado humano, aunque también fascinante, según Labatut, que los personajes se precipitan vertiginosamente a esa oscuridad disolvente que es lo que parece estar más allá de ese abismo al que se han asomado en su afán frenético por comprender de qué está hecha la realidad.

Curioso es que, al terminar de leer, tenemos la impresión de que cuanto más se acerca el hombre a la verdad absoluta, es esa misma realidad, cuyo principio originario se pretendía aprehender a través del conocimiento, la que parece ponerse en peligro.

Mitos y realidades acerca de la oposición entre  utopías y distopías literarias

 El mundo actual está lejos de imaginar paraísos futuros como lo hizo el siglo XIX y XX.

Quizas se deba a que «Vivimos en una temporalidad desgarrada», como señala Reinhart Koselleck.

Una de las características más impresionantes de las culturas que han sostenido el ideal civilizatorio, que todavía entienden a la historia como un proceso guiado por una futuridad progresista, es que comprenden a la temporalidad, cada vez más explícitamente, como el resultado de una aceleración, que por naturaleza, le es inherente a toda sociedad que anhele que el futuro sea una mejora o al menos introduzca una variación respecto del pasado.

Esta aceleración que es la historia significó, a partir de la Modernidad, que en el trato diario con las cosas y sus semejantes, al momento de orientarse en la vida, los seres humanos comenzaron a vivir una experiencia nueva: los saberes de los ancestros empezaron a estar muy lejos de ofrecer ejemplos o enseñar algo sobre las situaciones que debían enfrentar las generaciones venideras. Pronto, los jóvenes de las capas altas de la sociedad, comenzaron a manifestar otras expectativas de lo que les podía suceder, a imaginar y a desear otros escenarios futuros. Más tarde, esa actitud moderna, ese ethos, se irá democratizando y encontrando también otras formulaciones históricas.

Las cosmovisiones literarias de la alta cultura moderna del siglo XIX dramatizaron así esta tensión entre las experiencias pasadas y las esperanzas depositadas en el futuro, hasta un punto en que el vínculo entre el acerbo que conformaba la tradición, el tiempo presente y los imaginarios futuros, terminará por romperse, y el tiempo histórico, podría decirse, estalla. La fractura pareciera haberse producido durante la Gran Guerra, aún cuando hasta nuestra actualidad, la referencia a la historia permanece como una ilusión general. Basta con constatar que las subjetividades contemporáneas no están arraigadas en narrativas historicistas. Así como, que en diversos géneros artísticos, la imaginación utópica, ligada a los discursos teológicos de los siglos XIX y mediados del siglo XX, ha sido desplazada por la imaginación distópica, característica de la última parte del siglo XX que llega incluso hasta nuestros días.

Pues bien, si la narrativa está íntimamente relacionada con las formas en que socialmente organizamos nuestras experiencias temporales, es posible pensar, entonces, que el relato utópico estuvo orientado por un principio de esperanza privilegiado de las sociedades modernas.

El origen literario se ubica en la transición a la Modernidad, en el siglo XVI. La referencia paradigmática es la obra de Tomás Moro Utopía (1516), donde el escritor y teólogo inglés crea el concepto combinando dos palabras griegas: eutopia, que significa <<buen lugar>>, con outopia, que se traduce como <<ningún lugar>>. Utopía se define a partir de entonces como el ideal que una sociedad crea acerca de sí misma, al que sitúa en algún futuro. Como ninguna otra cosa, el lenguaje sirve para reparar en la imaginación males sociales o injusticias, tanto como para seducir a sus destinatarios para promover esos cambios.

Desde el punto de vista literario, la utopía que construye el autor con su imaginación se alcanza una vez que la sociedad logra erradicar algún tipo de mal que la desestabiliza. La obra es un ritual de purificación. Así, por ejemplo, si la actualidad del pensador utópico está atravesada por incertidumbres y asiste al desplome de antiguas estructuras, cambios de creencias y convenciones, como fue el caso de Tomás Moro, entonces la utopía resultante, muy probablemente, será un lugar fiable y previsible en el que las personas no sufrirán los golpes del destino.

La futuridad , en consecuencia, es fundamental para la imaginación utópica. Sin embargo, trasciende a la conciencia o genialidad de un autor. Podría decirse que la utopía es un horizonte que orienta las expectativas de mejora de una comunidad, pero que en tanto horizonte, nunca se alcanza, habida cuenta que siempre se está desplazando hacia adelante. Por tal motivo, nunca permanece igual así mismo, ni al impulso del autor. Más aún, el supuesto de la imaginación utópica es que en el futuro se producirán mejoras soñadas con respecto al presente. El filósofo Ernst Bloch señala en El principio de la Esperanza (1959) que lo que existe en los imaginarios sociales es un impulso utópico, un principio de esperanza. El efecto concreto de esta apertura del futuro en el hoy es la creación de nuevas experiencias, desde las cuales, cada nueva generación actualiza su mirada del pasado y también construye nuevas perspectivas de futuro.

Ernst Bloch. Filósofo Alemán. Fuente: https://bancodelecturas.wordpress.com/

En la Modernidad esto mismo se representó en las variadas acepciones de la idea de Progreso. Por tal razón, la narrativa utópica se expresó no solo en la literatura y las artes, sino también en la filosofía, la historia y las ideologías del siglo XX.

En Retropía (2017), Zygmunt Bauman describió esa relación entre el mundo moderno y las utopías de este modo: “el mundo moderno debería ser un mundo optimista, un mundo que tiende a la utopía, un mundo convencido de que una sociedad sin utopía no es habitable y que, en consecuencia, una vida sin utopía no es digna de ser vivida”.

En el siglo XIX surgirán nuevas figuras literarias, que si bien se nutren de la imaginación utópica, al mismo tiempo cuestionan ese optimismo heredado y lo hacen a partir de reflexionar acerca de una serie de problemas, como por ejemplo: ¿Qué podría ocurrir  si el devenir no está asegurado? ¿Dónde pueden llevarnos las ansias de poder y control de la imprevisibilidad humana?  ¿Es acaso ilimitada la naturaleza? ¿Podría ser utilizada la tecnología en contra de la humanidad? ¿Por qué el futuro es necesariamente mejor?

Una novela como Frankenstein; or, The Modern Prometheus (1818) de la escritora Mary Shelley y el cuento Der Sandmann (El Hombre de Arena, 1817) de E.T.A. Hoffmann, así como la novela de anticipación La Máquina del Tiempo (1895) de H. G. Wells, se hacen eco de estos dilemas surgidos en el siglo XX.

Sin embargo, pese a estas problematizaciones tempranas, el optimismo de la filosofía Iluminista continuó orientando las expectativas de la sociedad decimonónica hasta los primeros lustros del siglo XX. Harán falta una sucesión de catástrofes, que finalmente se desencadenaron con la Primera Guerra Mundial, para que los sueños del “Progreso” comiencen a desmoronarse.

Durante la entreguerra, la imaginación utópica irá dando lugar a la imaginación distópica, que asume, por aquellos años, un carácter profético y cuestionador. A tal punto  que géneros considerados hasta entonces «menores», como el cuento fantástico y de terror- con referentes de fines del siglo XIX y principios del XX, como Edgar Allan Poe, H.P.Lovecraft y Jorge Luis Borges- y  las novelas de ciencia ficción-a través de autores como Ursula K. Le Guin, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke-, se convertirán en profundas reflexiones sobre la futuridad. 

La distopía lanza  entonces a la imaginación utópica una pregunta general que podría resumirse en: ¿qué podría ocurrir con el mundo, si aquello que soñamos o deseamos, una vez concretado, no resulta como esperamos y se convierte en nuestra peor pesadilla? 

Cuando la novela distópica interrogan abiertamente alguna de las antiguas narrativas utópicas, ahí entonces podemos considerarlas «anti-utópicas».  Es el caso de El Talón de Hierro (1908) de Jack London o Nosotros (1920) de Yevgueni Zamiatin, que inaugurarán la literatura crítica de futuros «totalitarios». Ambas novelas distópicas serán además las precursoras de la célebre 1984 (1949) de George Orwell,  Un Mundo Feliz (1932) de Aldous Huxley y Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury. 

El modernismo no ocultó en ocasiones cierta hostilidad hacia la tecnología, sobre todo el la forma de mecanización, así como la crítica a la cientificidad, que aplicada a la gestión de lo humano, mostraba efectos deshumanizantes, como se lee en obras de la entreguerra, tales como: R.U.R. (1921), de Karel Čapek, la película Metrópolis (1927), de Fritz Lang y Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley.

Metrópolis (1927) de Fritz Lang.

Las distopías nos advierten así pues de las utopías fallidas. Las sociedades distópicas que aparecen representadas en muchos subgéneros de ficción llaman la atención sobre problemáticas medioambientales, políticas, económicas, religiosas, científicas y tecnológicas. Incluso algunos autores usan el término para referirse a sociedades existentes, muchas de las cuales son o han sido Estados totalitarios, Estados fallidos o sociedades en estado avanzado de colapso.

 Si bien se ha considerado hasta hace muy poco a la ciencia ficción como un género predominantemente masculino, las mujeres han contribuido considerablemente a este subgénero del Sci-Fi que es la novela distópica. El último hombre (1826) de Mary Shelley es una de las primeras ficciones apocalípticas del mundo moderno. Desde luego, la distopía más popular por estos días que aborda la dimensión política del movimiento feminista es el El cuento de la criada (1985) de Margaret Atwood. Por lo demás, es célebre por sus planteamientos anarquistas la novela Los Desposeídos (1974) de Ursula Le Guin.

Dentro del subgénero distópico, las ficciones apocalípticas son aquellas que imaginan un futuro que es el resultado de algún tipo de catástrofe. Estos mundos son comúnmente llamados “postapocalípticos”. 

El primer gran colapso que fue representado de este modo es el de las sociedades premodernas. Por eso muchas distopías imaginan que las fallidas sociedades progresivas suponen un retroceso a la prehistoria o una suerte de combinación de Edad Media y restos heredados del desarrollo científico-tecnológico. En la medida en que las distopías juegan con la futuridad, sus historias también pueden estar situadas en diversas temporalidades y permiten articular acontecimientos históricos como fantásticos. Existen, por ejemplo, algunas  ucronías que  son distópicas, porque sitúan la catástrofe en el pasado. Es el caso de The Man in High Castle (1962) . La novela del escritor de ciencia ficción Philip K. Dick especula sobre cómo sería el mundo si el fascismo hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial. 

Asimismo, ciertas ficciones apocalípticas imaginan qué podría suceder si algunos de los peores miedos de nuestras sociedades se volvieran realidad. Filmes distópicos como Mad Max (1979),  Robocop (1987) y Terminator (1984), asocian la catástrofe con acontecimientos del mundo contemporáneo, tales como la crisis del petróleo, el desempleo masivo y los efectos sociales de las nuevas  tecnologías. Expresando hasta qué punto el miedo al reemplazo del trabajo humano por los ordenadores y las máquinas alimentó la imaginación distópica en los años 90′.

El fin del mundo puede también haber sido provocado por una catástrofe medioambiental, como sucede en las Cuatro Tierras de la Trilogía Shannara (1988), historias de fantasía escritas por Terry Brook, o  debido a que se escapa de un laboratorio un virus mortal que amenaza a la humanidad con su extinción, como plantea la novela The Stand de Stephen King.

Representación del texto medieval El Viaje de San Brandan.
Fuente: https://www.fabulantes.com/

Otras perspectivas sostienen que el género distópico no está ligado exclusivamente al siglo XX y no se limita a ser una reacción a las utopías modernas. Vinculan a la distopía con la idea de “paraíso perdido” ligada a los viajes transatlánticos, de descubrimiento y exploración europeos, del siglo XV y XVI. Aventureros, conquistadores, hidalgos, viajaron motivados por paraísos a los que descubrir, como es el caso de El Millón o Libro de las Maravillas del mundo de Marco Polo. Una obra que se cree que Cristóbal Colón llevó en sus viajes. También Los Viajes de Juan Mandeville y Cantar de San Brandán. Este enfoque considera como fuentes a la literatura que fue resultado de los procesos de conquista y colonización del nuevo mundo.

Frente al desencanto del paraíso perdido, en el siglo XVII, adelantos técnicos como el telescopio y los desarrollos científicos, permiten imaginar un nuevo territorio ilimitado por explorar.  En ese contexto nacen las primeras ficciones especulativas sobre viajes al espacio: en 1638 John Wilkins habría de escribir su Tratado sobre el mundo lunar y sus habitantes. También encontramos El otro mundo (1657) de Cyrano de Bergerac. Esta obra, considerada como una de las primeras novelas de ciencia ficción, posee dos partes: una primera, dedicada a la Historia cómica de los Estados e imperios de la luna y una segunda sobre la Historia cómica de los Estados e imperios del Sol. Cyrano viaja a la Luna y al Sol, describiendo las gentes que se encuentra y contrastando las formas de vida de los habitantes de la tierra, las similitudes entre ellos y los terrícolas. Cyrano utiliza este recurso para reflexionar sobre las problemáticas de la propia sociedad en la que está viviendo. Es decir, el viaje imaginario, es un pretexto para desarrollar sus posiciones críticas de la sociedad y el pensamiento de la época.

Ninguna de estas historias, desde luego, es una distopía, pero instalan la idea de que vivimos en mundos creados artificialmente, creados a través de ingenierías planetarias o ecopoiesis, referido al origen de un ecosistema autosustentable que se construye en un planeta sin vida o estéril. Esta figura empieza a gestarse a partir de considerar que la tierra (y sus habitantes, los terrícolas, término luego utilizado por la ciencia ficción) es uno de los tantos mundos artificiales y es posible imaginarnos otros. Más aún, se puede buscar otros espacios fuera de lo terreno para construir una nueva sociedad. La película recién estrenada Moonfall (2021) es un ejemplo al considerar a la luna una estructura de ingeniería extraterrestre.

La posibilidad de prefigurar un universo, que no está en nuestra experiencia ni en nuestro saber, para sustituir el mundo por otro diferente, Hannah Arendt la ve germinar en la transición a la modernidad, no obstante, se termina de configurar en la Edad Moderna. Se basa en la idea de que solo podemos conocer aquello que nosotros, la humanidad, hemos fabricado. Hasta hace muy poco, a la ciencias prometeicas les estaba vedada la creación de naturaleza y vida, sin embargo, con el desarrollo de la genética y la promesa de terraformación de otros planetas, la ecopoiesis se ha transformado en algo más que un sueño del sci-fi.

Sin embargo, por el momento, si bien es la ciencia ficción la que imagina las posibilidades de quebrar las fronteras espaciales y luego también del tiempo, son las distopías actuales las que parecen señalar algo más parecido a lo que finalmente experimentamos: la constatación de que no hay más fronteras que quebrar ni mundos por explorar. El que conocemos es el único mundo posible y estamos encerrados en él. Bauman identifica esta sensación de terra nulla con la expresión de Milan Kundera acerca de que una <<unidad de la humanidad>>, como la que ha producido por efecto de la globalización, implica que <<nadie puede escapar a ninguna parte>>.

La utopía está asociada entonces a un espacio utópico. Y de alguna manera al fenómeno de la globalización, que, al menos en Occidente, se remonta a los viajes de exploración del siglo XV y el desarrollo de imperios ultramarinos. Como su contraparte, la distopía podría entenderse entonces como representaciones del carácter fallido de la globalización y el sueño de un mundo artificial construido a través de las tecnologías digitales e Internet.

En este sentido, la distopía problematiza los efectos de una concepción de la temporalidad, la futuridad. Y, al mismo tiempo, cierto modo de comprender el espacio abierto y diverso de la globalización, que deviene en un encierro en la tierra en esferas o burbujas. 

Los Estados Totalitarios, por su parte, proceden por una clausura del futuro y una reticulación y encierro del espacio con fines de control, por la que el individuo y las comunidades pierden las experiencias más básicas de la libertad: la libertad de movimiento y la capacidad de transformar la realidad según principios de esperanza y mejora. Un tiempo y espacio absoluto es el que establecen las utopías fallidas.

Frederic Jameson señaló en Arqueología del Futuro que el género distópico surgió en la Guerra Fría de la crítica al estalinismo. Sostiene que hay una relación intrínseca entre utopía y socialismo. Sin embargo, la novela El talón de hierro de Jack London (1909)-en cuya trama un gobierno oligárquico aplasta la Revolución Socialista e instaura un gobierno mundial-, es un testimonio de que la crítica a la utopía fallida y al Estado Total no provienen de Estados Unidos y de la crítica liberal a la Unión Soviética en el contexto de la Guerra Fría. En las genealogías de la idea de “lo total” que realiza el historiador Enzo Traverso y la filósofa Simona Forti, los cuestionamiento a una idea de Estado centralizado y autoritario se irán prefigurando ya cerca de 1914, en el imaginario de una guerra que todos creen inevitable, y más aún después de la Primera Guerra Mundial, cuando comienza a debatirse la <<movilización total>> y <<Estado Total>> en el ámbito político e intelectual alemán e italiano.  Participan críticamente de ese debate tanto teóricos liberales, católicos como socialistas, que se unen en sus críticas a los fascismos en ascenso. Hay una disputa sobre esa futuridad, incluso, si tomamos en cuenta que la extrema derecha por entonces también estaba reflexionando sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social. En el caso del nazismo para producir, por ejemplo, su utopía ultranacionalista palingenésica. 

En conclusión, la utopía, que se ocupa del futuro, como señala Ricoeur, sólo existe en el presente. Es desde la actualidad desde donde conduce el deseo y la fantasía, funcionando como un vestigio de “lo que aún no es”. Mientras que respecto a la temporalidad del ser, la distopía se ocupa del futuro conducido por los miedos y los temores sociales, advirtiendo acerca de los efectos indeseados y los peligros de lo que se desea o imagina también desde el presente. 

Si la distopía existe en tanto crítica al género utópico, debiéramos considerarla como parte de la crisis de la literatura utópica y diferenciarla del género apocalíptico, que últimamente en la literatura juvenil y el cine catástrofe, se ha abocado más que a la crítica social, a estetizar catástrofes, derrumbes civilizatorios y finales de mundo posibles.

Fuentes:

-Zygmunt Bauman (2017) Retrotopía. Paidós. 

-Frederic Jameson (2009) Arqueología del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de la ciencia ficción. Akal, Madrid.

-Paul Ricoeur. Ideología y Utopía. Gedisa.